No fue hace tanto que X, de entre 30 y 40 años de edad, decidió
comprar un piso. Buscándolo, pensó en el de la prima Mercedes, o el del
amigo Juan, amplios, con sus dos baños, ascensor, plaza de garaje y,
quien sabe, quizá incluso piscina. Verdaderamente, el hogar reflejaba el
éxito de sus propietarios. Le pareció que Juan se había pasado un poco
dejando instalar un Jacuzzi en la azotea del adosado. Por mucho que
María, la mujer de Juan, estuviera embarazada. La vivienda le pareció
ostentosa a X. “Fue un capricho de María” le había confesado Juan “ya
sabes, para cuando crezca el niño.”
X decidió que, como
sólo compraría un único piso en su vida, su piso que ya no dejaría
hasta la muerte, este debería disponer de todo aquello que X pudiera
necesitar desde el presente hasta el final.
Aunque
todavía no lo necesitaba, el ascensor era imprescindible, porque algún
lejano día posiblemente tuviese dificultad para subir a pie las
escaleras.
La plaza de garaje no era lujo, pues en la ciudad
apenas había zonas en las que fuera fácil encontrar aparcamiento. El
otro día visitando a Merdeces, había tenido que caminar 10 minutos del
coche al edificio. ¿Pobre Mercedes, cómo se las arreglaría ella, con la
compra y los niños?
Dos baños, más que nada por las visitas, dan tanta comodidad.
Dormitorios,
más vale que sobren a que falten. Teniendo piso, no sería de extrañar
que pronto llegase familia y tenía que haber espacio para todos.
Gracias a Dios, pronto tendría su propio piso, sentía la ilusión que le producía tomar una decisión importante en su vida.
En
aquellos tiempos, aunque el precio de la vivienda era alto, los bancos
lo ponían fácil, demasido fácil quizá, era un negocio muy tentador.
X compró su piso para toda la vida y yo le perdí el rastro.
Imagino
a X en su piso, toda una vida, pagando mes tras mes la ilusión que tuvo
entre los 30 y 40 años y no puedo evitar pensar en cadena perpetua.