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miércoles, 28 de agosto de 2013

Cadena perpetua

No fue hace tanto que X, de entre 30 y 40 años de edad, decidió comprar un piso. Buscándolo, pensó en el de la prima Mercedes, o el del amigo Juan, amplios, con sus dos baños, ascensor, plaza de garaje y, quien sabe, quizá incluso piscina. Verdaderamente, el hogar reflejaba el éxito de sus propietarios. Le pareció que Juan se había pasado un poco dejando instalar un Jacuzzi en la azotea del adosado. Por mucho que María, la mujer de Juan, estuviera embarazada. La vivienda le pareció ostentosa a X. “Fue un capricho de María” le había confesado Juan “ya sabes, para cuando crezca el niño.”

X decidió que, como sólo compraría un único piso en su vida, su piso que ya no dejaría hasta la muerte, este debería disponer de todo aquello que X pudiera necesitar desde el presente hasta el final.

Aunque todavía no lo necesitaba, el ascensor era imprescindible, porque algún lejano día posiblemente tuviese dificultad para subir a pie las escaleras.
La plaza de garaje no era lujo, pues en la ciudad apenas había zonas en las que fuera fácil encontrar aparcamiento. El otro día visitando a Merdeces, había tenido que caminar 10 minutos del coche al edificio. ¿Pobre Mercedes, cómo se las arreglaría ella, con la compra y los niños?
Dos baños, más que nada por las visitas, dan tanta comodidad.
Dormitorios, más vale que sobren a que falten. Teniendo piso, no sería de extrañar que pronto llegase familia y tenía que haber espacio para todos.

Gracias a Dios, pronto tendría su propio piso, sentía la ilusión que le producía tomar una decisión importante en su vida.

En aquellos tiempos, aunque el precio de la vivienda era alto, los bancos lo ponían fácil, demasido fácil quizá, era un negocio muy tentador.

X compró su piso para toda la vida y yo le perdí el rastro.

Imagino a X en su piso, toda una vida, pagando mes tras mes la ilusión que tuvo entre los 30 y 40 años y no puedo evitar pensar en cadena perpetua.