Cuando vivía en Aquisgrán, Brita,
estudiante de filología alemana, me invitó a su cumpleaños.
Vinieron muchos invitados, sobre todo amigas suyas. Era verano y las
jovenes veinteañeras, exhuberantes, deleitaban mis sentidos con sus
cortas faldas, generosamente rellenas, sus esplendidas piernas y los
amplios escotes que prometían pechos abundantes. Cada chica
resaltaba con habilidad las partes de su cuerpo que consideraba más
seductoras, ensalzando sus encantos.
La fiesta duró hasta bien entrada la
noche y, como era sábado, quedamos en ir a nadar a un lago para el
día siguiente.
Acudieron al lago muchas de las amigas
de Brita. Lo que yo no sabía era que íbamos a una playa nudista.
Mientras todas se desnudaban, yo me desesperaba buscando un
escondrijo para ponerme el bañador. Los otros hombres del grupo, que
eran muy pocos, no me servían de refugio, desaparecían entre la
multitud de mujeres. La mejor forma de disimular el bañador era
metiéndome en el agua inmediatamente. Brita, naturalmente desnuda,
vino a mí socorro y nadamos alejándonos del grupo. Pasado el primer
susto pude reaccionar por fin y mientras nadábamos, me quité
disimuladamente el bañador. Al cabo de un rato volvimos al grupo y,
observando las mujeres de cerca y de lejos, me llamó la atención,
que si la noche anterior cada una de ellas me había parecido muy
diferente de las otras, con su especial atractivo, ahora, apenas veía
diferencias entre unas y otras. Vestidas eran mucho más seductoras que desnudas.